Siendo hormiga me perdí un día
en el laberinto más grandioso,
caminando iba, ciega por la vida
las antenas en alerta, en el suelo pegado el ojo.
Aquellos caminos infinitos
se moldeaban y cambiaban cada instante,
unas veces se unían apretados,
otras se abrían cual cañón gigante.
Tras largas jornadas caminando
y empezando yo a perder el juicio,
de una sacudida salí de pronto volando,
caí en el suelo volviendo a mi inicio.
Miré hacia arriba, contemplé el aspecto de mi antiguo enredo
y asombrada descubrí que aquellos surcos flexibles e interminables,
aquel mundo incalculable
el quilométrico monte
no era ni más ni menos, que un mastodonte
y sus inagotables caminos
las arrugas de la piel de un gran Rinoceronte.
Candela Paniagua Olavide